El cliente de la Casa Rosada
En mis andanzas trotamunderas, por este idílico valle elquino, he tenido el privilegio de escuchar las mas insólitas y pintorescas leyendas, de labios de respetables ancianos, a los cuales con mucho respeto me gusta llamar “abuelos”; creo que ha influido en ello la gran facilidad que poseo para entablar fluidas conversaciones con estos nobles representantes de la tercera edad.
Entre estos “casos” como llaman ellos a estas leyendas, la que más me ha impresionado por su mescla de fantasía y realidad, ya que aún existen los lugares donde se desarrolla, es la que me narro en una oportunidad el abuelo Amado, a la sombra de un gran eucaliptus, una tarde recia de enero.
– A ver niño, dame fuego, que te voy a contar un caso.me dijo el anciano, mientras se preparaba a encender un oloroso cigarro.
El abuelo Amado era oriundo de este poblado llamado Rivadavia, digo era porque hace algunos años nos dejó para siempre. Bueno como decía el nació y murió por estas tierras y coronaban ya con sus bien vividos ochenta años en su calva cabeza, fumador empedernido, había adquirido una original proeza que consistía en trasladar el cigarrillo de un angulo al otro de la boca utilizando solamente la lengua, recuerdo que muchas veces trate de imitarlo logrando solo catastróficas consecuencias.
El anciano aspiro profundamente el humo del cigarrillo y se pasó la mano por su calva cabeza, gesto muy característico en él, buscando quizás por instinto ordenar los cabellos que antaño fueron suyos, levanto pesadamente la mirada, ubicándola a media falda del cerro que teníamos enfrente, luego apunto con su diestra terminada en un rugoso y amarillento índice producto de tantos años de nicotina y con voz estertórea por un acceso de tos que le vino en esos momentos me dijo:
– ¿Ves aquel pedazo de tronco de algarrobo quemado que se encuentra a media falda del cerro?
Agudice mi vista para ubicar el punto mencionado por mi interlocutor y cuando logre el objetivo respondí
-Sí don Amado, ¿por me lo pregunta?
– Te contare que ese era el punto donde se perdía Ño Maula pues niño
– Fíjate continuo el abuelo, cuando yo era apenas un mozalbete hace ya muchos años atrás mi abuelo me conto esta historia, decía que se apareció por estas tierras un “ gallo” muy extraño al cual los lugareños le pusieron por nombre Ño Maula, por la sencilla razón que nadie supo jamás como se llamaba, de donde venía ni tampoco que edad tenia. Ño Maula era un tipo muy raro, de pocas palabras, solamente lo necesario para saludar o pedir en la pulpería charqui o aguardiente y otras pocas silabas solamente.
Me acomode en silencio en mi rustico asiento, tratando de no interrumpir tan sabrosa narración que comenzaba a brotar de los labios de Don Amado.
– Por ese entonces, pues niño, Rivadavia no era más que un par de fundos grandes y algunos huertos, los fundos aparte de la casa patronal tenían tres o cuatro ranchos que servían de vivienda a los inquilinos del fundo, existía también una gran casona que por su color era llamada La Casa Rosada, nombre y color que se conservan hasta los días de hoy, esta casona servía de posada a los ocasionales viajeros que pasaban por el lugar y contaba además con una gran pulpería, especie de almacén, bar, talabartería y herrería, que abastecía a los lugareños de alimentos, aguardiente, herraduras y otros enseres indispensables para la vida por esos años.
La vida del campo corría tranquila y pobre por ese entonces, los obreros se levantaban al alba para enfrentar las las duras tareas propias del campo, como siembra, cosecha, siega de pasto, arado pastoreo entre otras. Al caer la tarde cuando los sapos del charco comenzaban su rosario interminable, los parroquianos más jóvenes se reunían en la esquina de La Casa Rosada para conversar o jugar a la Taba o a las Chapitas juegos muy populares en esa época.
Generalmente los días sábado era día de pago en los fundos y los inquilinos acudían en mayor número a la pulpería de la Casa Rosada para abastecerse de víveres para la semana; los jefes de hogar después de despachar a las “ Patronas” como se les llamaba generalmente a las dueñas de casa por estos lugares, se reunían tras juntar entre varios algunos “cobres”,para saborear el rico aguardiente que Don Rodolfo dueño de la posada destilaba en casa artesanalmente este producto con las más nobles cepas elquinas.
Mientras la jarra de aguardiente corría de bigote en bigote, corrían también pausadamente las horas y la noche cubría con su negra mortaja campos y montañas, los grillos rastreros únianse con su canto al eterno rosario de los sapos, mientras los ánimos de los degustadores iban de lo recatado a la euforia plena.
Al filo de la media noche y a pesar de los vapores eufóricos del alcohol, los ánimos y las voces comenzaban a declinar y la mayoría de los concurrentes a retirarse de la Posada, quedándose solamente los más osados y uno que otro curioso que quería conocer de cerca al mejor cliente de la Casa Rosada. Los presentes se ponían algo inquietos y las miradas temerosas se dirigían a la puerta de entrada de la pulpería. Don Rodolfo como disimulando su intranquilidad llenaba una jarra de vidrio con un litro de aguardiente y se dedicaba a sacudir el charqui de los oportunistas gusanos, parásitos propios de este alimento campestre.
A lo lejos un perro aullaba lastimeramente y los grillos y sapos detenían su sinfonía como haciéndose cómplices del suceso que comenzaba a ocurrir en esos momentos. Los clientes de la Casa Rosada murmuraban en voz baja
– Ahí viene Ño Maula…
En la estancia el silencio se hacía mortal que se podían escuchar las pisadas seguras y tranquilas de un hombre que se acercaba a la puerta del almacén.
Cuando el viejo reloj que pendía de una de las paredes del almacén terminaba de dar la campanada número doce, aparecía recortada en el dintel de la puerta la figura de Ño Maula.
Hombre de gran estatura e indefinible edad, cabellos oscuros, mirada penetrante y negra como la noche, piel pálida, delgado más bien cadavérico, dentadura blanca perfecta salpicada de brillantes tapaduras de oro de buena ley, vestidura negra desgastada por el uso, camisa blanca y pañuelo al cuello.
Cuando Ño Maula hacia su entrada en la estancia, un hielo mortal recorría la espalda de los presentes y se hacía más denso el silencio. El enorme gato ratonero de Don Rodolfo que ronroneaba en una punta del mostrador, digiriendo quizás cuantas sabrosas ratas producto de su paciente cacería salía disparado de la estancia con el pelaje erizado tal cuales quiscos de los cerros elquinos; los infaltables y fieles amigos del hombre con el rabo entre las piernas se apegaban a sus amos gimiendo con pánico indescriptible.
Algún parroquiano carraspeaba nerviosamente como queriendo romper aquel tenso encantamiento, objetivo que no se conseguía hasta que Ño Maula saludaba.
– Tú te preguntaras hijo, me dijo el abuelo, cuál era el motivo que provocaba tanto terror en los presentes, si al final de cuentas Ño Maula era un hombre semejante a los demás, solo que más extraño y poco comunicativo
-Pero ajá, aquí está la cosa, Ño Maula no tenía sombra, niño, y jamás fue visto de día
– ¿Cómo así abuelo?
– Si pues hijo, prosiguió el anciano, manteniendo aun entre sus labios la colilla del cigarro que ya había apagado hace un buen rato atrás,
– Fíjate que Ño Maula no proyectaba sombra alguna contra la luz de las lámparas, como los mortales comunes y corrientes
Me quede pensativo mientras Don Amado continuaba
– Bueno, cuando Ño Maula saludaba, un alivio tremendo experimentaban los presentes y el alma se les venía al cuerpo, como se dice. Los hombres musitaban una respuesta que más bien parecía un susurro y Ño Maula se dirigía al almacenero y con voz ronca y segura pedía charqui y aguardiente.
Presurosamente Don Rodolfo entregaba al recién llegado el pedido y este con una calma pasmosa
comenzaba a desenvolver un mugroso pañuelo negro que sacaba de uno de sus bolsillos y una vez extendida la prenda sobre el mostrador saltaban a la vista de los presentes tres relucientes pepitas de oro macizo como del porte de una almendra.
– ¿Sera suficiente con esto?, preguntaba Ño Maula al almacenero
– Si, si, Ño Maulita ,respondía el cínica y nerviosamente Don Rodolfo, mientras se guardaba presurosamente el preciado metal en su grasiento bolsillo.
Solo entonces Ño Maula, se empinaba la jarra de aguardiente, engullendo sin respirar el litro de este néctar cristalino y embriagador.
– Salud, musitaban los presentes, con el miedo latiendo en sus corazones y las gargantas secas, producto de tan fuerte emoción.
– ¡ Aguardiente para todos! Exclamaba Ño Maula y como por arte de encantamiento Don Rodolfo hacia aparecer otra jarra colmada sobre el mostrador, la que comenzaba a circular de mano en mano entre los parroquianos.
A raíz de estas suculentas ventas que se repetían sábado a sábado, el dueño de la Casa Rosada prospero bastante, esta vieja casona se fue transformando en la más hermosa y lujosa construcción de los alrededores, se construyó un segundo piso con balcones en fierro forjado y otros arreglos, pero lo que Don Rodolfo no quiso cambiar nunca fue el color rosado de la casona, color que se conserva como tú puedes ver hasta los días de hoy
El abuelo Amado se llevó la mano al bolsillo de su afranelada camisa con gesto mecánico para sacar otro cigarro, una vez encendido continúo:
– Fíjate, pues cabro que el caso de Ño Maula o “el hombre sin sombra” como lo mentaban, corrió como reguero de pólvora por los campos y caminos del valle y de Chile entero y comenzaron a llegar los aventureros, mineros, caza derroteros, pirquineros y también bandidos que querían conocer y ver con sus propios ojos al mejor cliente de la Casa Rosada, pero disimulada con su curiosidad traían también la maldad y la codicia y fueron varios los que se complotaron para seguir a Ño Maula hasta su mina de oro, pues era seguro que existía en algún cerro cercano el nido de las “ pepitas de almendra”
Una noche de sábado como era habitual, llego Ño Maula hasta la pulpería de Don Rodolfo para realizar las compras acostumbradas, pero cuando invito el tradicional aguardiente para todos se dio cuenta que ya no eran los temerosos parroquianos de siempre los que lo acompañaban; se habían unido al grupo siete hombres de dudosa procedencia y no de muy limpio pasado, tres sureños, dos Coquimbanos, los hermanos Marín y dos nortinos de los cuales no recuerdo sus nombres.
El caso es que este grupito de “ángeles” seguiría a Ño Maula hasta su escondite para darle muerte y quedarse con su riqueza; tenían todo planeado, le buscarían conversación y le pedirían albergue por esa noche ya que no tenían dinero para pagar alojamiento en la posada de Don Rodolfo, pero para sorpresa de ellos Ño Maula le facilito las cosas
Luego de concluir la primera ronda de aguardiente Ño Maula se dirigió a ellos
– ¿Afuerinos los amigos?
– Si paisano, somos pirquineros y venimos por estos lados a probar suerte
– Ha, musito Ño Maula, y pensó para sus adentros…siete más pal infierno y tendió su trampa
– Justamente yo necesito hombres con experiencia en oro para trabajar un picado que tengo por acá cerca, no es muy bueno pero sirve para pasar el invierno
Las pupilas de los interpelados brillaron de codicia y se intercambiaron cómplices miradas y con la sonrisa más cínica que pudo encontrar, uno de los hermanos Marín respondió
– Nosotros le pegamos al barreno patroncito, por lo que sea su cariño no mas
– Que no se hable más del asunto, dijo Ño Maula y levanto su jarra en señal que el pacto de aguardiente y muerte quedaba sellado
– ¡Salud!
-¡Salud! Respondieron en coro los presentes
El reloj de pared con su bronceado ding – dong, anunciaba la una de la mañana y Ño Maula se dirigió a sus nuevos socios
– Vamos amigos, antes que cante el gallo y llegue la hora buena
– Vamos, respondieron entusiasmados los forajidos sin reparar en las palabras de Ño Maula, cogiendo sus pulgosas pertenencias y acariciando la empuñadura del puñal bajo el poncho
Cuando salieron de la estancia, Don Rodolfo y los escasos parroquianos que ahí quedaban empezaron a rezar un Dios te salve María, no por Ño Maula, sino por el alma de los codiciosos cristianos
Caminaron bajo las estrellas en silencio sus buenos quince minutos, siguiendo ese camino que te mostré al pricipio,que era el camino tropero hacia Varillar, me dijo Don Amado, indicándome nuevamente el tronco quemado del algarrobo, fueron muchos los que siguieron a Ño Maula, a una distancia prudente pero al llegar a este punto, este desaparecía misteriosamente.
– Bueno como te decía cuando el grupo llego cerca del tronco quemado, Ño Maula se detuvo, lo que fue aprovechado por el grupo de facinerosos para rodearlo con la intención de darle muerte
– Aquí es la cosa, dijo Ño Maula indicando con su índice terminado en uña que más parecía garra, la boca de la mina, que con una mueca de asco mostraba en la oscuridad de la noche millones de brillantes pepitas de oro de buena ley
En el acto brillaron rielosamente los corvos surcando el aire con su mortal carga de muerte, los siete corvos pegaron a la vez una sola estocada, pero no encontraron cuerpo alguno de Ño Maula, solamente se hundieron en la dura corteza del algarrobo
-¡Ave María Purísima! Exclamo uno de los asesinos y fue lo último que pronuncio en su vida, pues el algarrobo ardió como yesca, envolviéndolos en llamas. Inútiles fuero los desesperados esfuerzos para soltar el puñal y huir, una fuerza superior y maligna los mantenía aferrado a sus corvos viéndose con terror como las lenguas de fuego los consumían vorazmente.
Dicen que al otro día fueron los curiosos de siempre a ver qué había pasado con los aventureros, pero no encontraron nada, solamente el tronco quemado del algarrobo mudo testigo de los hechos
De Ño Maula nunca más se supo, La Casa Rosada aun de pie viviendo, y la mina de oro oculta en algún lugar de cerro, muy cerca del tronco del algarrobo quemado
– Bueno hijo, se me hace tarde, dijo Don Amado, poniéndose de pie perezosamente
– Otro día te cuento otro caso y se alejó sendero abajo
El sol se ponía en el horizonte y una bandada de garzas venía a buscar refugio en mi viejo eucaliptus.