Vía de escape
Por: Cristián Brito Villalobos, Periodista y escritor
A mí hermano menor se le cayó la copa del barquillo que comía sobre el asiento rojo de terciopelo del auto. Lo limpiamos con el paño que mi viejo usaba para desempañar el parabrisas. Se puso a llorar. Mi madre no sabía cómo callarlo. Lo vi tan triste que le convidé del mío. Dejó de llorar y limpiándose los mocos con la manga volvió su mirada al costado, donde el inmenso desierto hablaba a través del viento. Eran los ochenta. En esa época vivía en Chuquicamata y en todas las vacaciones veníamos a ver a nuestros familiares: abuelos, primos, tíos, y también tantos amigos que se esfumaron. Mi abuelo, Ricardo Villalobos, era un músico bastante conocido en Coquimbo, le decían el “maestro Villalobos”.
Recuerdo que tocaba el piano y el saxofón. De hecho, hay una calle con su nombre. Mi madre preguntó qué queríamos hacer mientras tanto. Se notaba exhausta. Éramos 3 hermanos encerrados en un auto por 13 horas, que era lo que duraba el viaje de Chuqui a Coquimbo por tierra. Era un caos. Mi tío trabajaba como chofer de ambulancia en el hospital San Pablo. Debo hacer un paréntesis aquí, él fue como un segundo padre. El esposo de mi tía, hermana de mi madre. Era un tipo noble, trabajador y sumamente cercano. Ya no está y lo extraño. Mi hermano mayor sacó unos juguetes y empezamos a hacer una historia donde He-Man rescataba a Shera, y para ello debía luchar contra seres malignos. Íbamos cerca de Copiapó, paramos a comer algo. Ya estaba anocheciendo y aún quedaba mucho camino. Después de servirnos unos completos con una taza de té volvimos al auto, cargamos bencina y seguimos. Apoyé mi cabeza en el marco de la ventana. Me molestaba, entonces busqué un polerón y lo usé como almohada.
Mi papá puso un casete de The Betles en la radio. Creo que era el Revolver, pero de eso no estoy seguro. Un aroma a eucaliptus se filtró dentro del auto. Lo sentí fuerte, y recordé cuando íbamos con mi tío a recogerlos, no recuerdo bien dónde, pero era en San Juan. Después mi tía los ponía en un tarro de leche y los dejaba sobre la estufa. Ese olor nunca lo olvidaré. Abrí los ojos y vi los puestos de vendedores. Telares, instrumentos musicales, y frascos con papayas al jugo, anunciaban la llegada a La Serena. De eso ha pasado muchos años. Ahora vivo en La Serena. Estoy en mi pieza con el computador en mi falda y recordé esto, que para mí es vital. En este encierro donde el miedo mayor es el miedo, es bueno irse un rato, olvidar recordar un momento. Y todavía siento el olor del eucaliptus burbujeando en el viejo y oxidado tarro de leche.